XI

Las baldosas resbalaban cuando esta mañana quise matarte. Corrías delante mío para obtener un lugar mejor en la parada del colectivo, cruzaste el semáforo en rojo esquivando combis y mirando hacia atrás, supervisando que nunca tomara la delantera. Quedé detrás tuyo en la fila, pero esta vez fuiste demasiado lejos: prendiste un cigarrillo y quien lo fumó, fui yo.

Eran pasadas las siete y media cuando imaginé tu muerte. Con cada bocanada de humo que me echabas en la cara, yo lanzaba una llamarada de vómito que chorreaba entera tu camisa celeste. Una vez bañado en mis mezclas gástricas, te frotaba tampones usados por tu cabello. Pasabas de tener un color ceniza, canoso, a un colorado borgoña.

Con un cutter te arrancaba las cejas como quien pela un durazno, haciendo ahogar tus ojos en sangre. No veías nada. Lanzabas manotazos al aire, perdido, al mismo tiempo que chocabas la nariz, una y otra vez, contra un cactus ponzoñoso. “Estoy apurado, por favor dejame ir”, implorabas: “Tengo que subir al próximo colectivo”. Mis oídos te filtraban.

Ahora era el momento de rematarte. Primero te sentaba en el asiento del conductor, dentro del 60, con los ojos tapados por tu propia corbata. Te ataba las manos al volante y con un martillo destruía cada uno de tus dedos. Los aplastaba hasta que los tendones parecían fideos cabello de ángel. Tus uñas explotaban y yo te preguntaba cómo harías para prender tu próximo cigarrillo. Llorabas. Entonces encendía el vehículo, te destapaba los ojos y, lentamente, te bañaba en nafta. Una vez empapado, tomaba del suelo la misma colilla que habías usado para fumarme en la cara. Todavía estaba encendida. Te permitía dar la última pitada, esa que avivaría de nuevo la ceniza. Tan fuerte calaba dentro tuyo la adicción, que ni siquiera imaginabas mis intenciones. Fumabas y a los pocos segundos, te encendías. Te veía quemarte vivo con tu propio vicio. Primero se quemaba tu cabeza, luego tu camisa, tu torso y finalmente las piernas. Tus pies quedaban casi intactos cuando el fuego cedía. De la colilla no se supo más nada.

El sol asomaba en el horizonte cuando en mi mente moriste, y yo, todavía detrás tuyo, reafirmé que nunca en la vida tocaría un cigarrillo… salvo para matarte en sueños.

1 comentario:

Maichus* dijo...

decidi dejar de fumar...

LA DUEÑA DE LA PERVERSIÓN ES...

Asesinatos imaginarios para deleite de las mentes más perversas.

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