VIII

El subte estaba repleto cuando esa tarde quise matarte. Ibas de pie junto a tu dama de compañía y comenzaste a chuparle el cuello. Apoyados contra la puerta, a escasos 20 centímetros de mi cuerpo, los dos se abrazaban y besaban, dejando hilitos de baba blanca colgando como un puente inestable de boca a boca. Le dijiste: “Mirá cómo se me paró”, y ella, sin más, te tocó… y te tocó.

Un calor humeante tomaba posesión del vagón cuando esa tarde imaginé tu muerte. Te ubicaba entre las puertas del subte y, desde la cabina del chofer, las cerraba y abría hasta dejarte idiotizado. Tomaba tu miembro al palo con una pinza para hielo, por un momento te ilusionabas, pero yo le arrancaba la cabeza, dejándote castrado, sin posibilidades reales de eyacular nunca más en tu vida.

Besando el suelo asqueroso del subterráneo, llorabas. “¡Mi pija!, ¿qué hiciste?”, ronroneabas histérico: “¡Mi pija!”. Y ahora te rociaba con vinagre. El ardor desprendía una espuma anaranjada y te sostenías la entrepierna con las dos manos.(Tu novia observaba a lo lejos, mientras otro tipo le adulaba las tetas)

Entonces, regalado, te cargaba hasta las vías y te acostaba prolijamente sobre un riel, desnudo. Algunas ratas y cucarachas se acercaban a picotearte, pero al ver la luz del vagón corrían despavoridas. Lentamente, tu cabello se iba electrificando hasta erectarse de todo. (Al menos una parte de tu ser seguía pudiendo pararse). Y el tren te arrollaba. Te cortaba a la mitad en modo vertical, dejando tus dos perfiles separados, soldados, con tus vísceras desparramadas despidiendo aroma a pollo a las brasas.

El sol ya estaba instalado cuando esta mañana moriste y yo ya no me incomodé con tu erección.