VII

Todavía amanecía cuando esta mañana quise matarte. Rubia de pechos redondos, alta y de pantalón encastrado, te paseabas delante de mí acaparando miradas calientes y suspiros perversos. Me eliminaste del mundo, cubriste mi ser con un manto de indiferencia, al tiempo que peinabas tu cabellera sonriéndole al kiosquero de reojo.

Eran pasadas las ocho cuando hoy imaginé tu muerte. Te atacaba en plena calle, por la espalda. Con ambas manos te agarraba del pelo dorado que posaba encima de tus hombros y lo prendía fuego. Te veía girar en círculos mientras, con tu cartera, te golpeabas la cabeza para apagar la potente llamarada. No podías. Tus propias llaves cavaban triangulitos sobre tu frente, desprendiendo un hilo de sangre dulce, clara.

Tu maquillaje empezaba a corroerse y yo te ayudaba a limpiarte frotando tus cachetes contra las paredes vidriadas de una ferretería. “Envidiosa hija de puta”, me acusabas: “Envidiosa”. Fascinada con tus largas extremidades inferiores, esbeltas y depiladas, te acostaba en el suelo y pasaba primero tu pierna derecha, luego la izquierda, por una picadora de carne. Tubitos rosados, grandiosos para albóndigas, salían despedidos hacia una bolsa de residuos.

Del tamaño de una mamushka, te cargaba en carretilla y te ubicaba dentro del túnel de un ascensor, en el subsuelo. Te oí gritar por la salvación con lo que quedaba de tus fuerzas, pero pasaron pocos segundos hasta que eras aplastada como un cerdo de autopista.

El sol ya estaba instalado cuando esta mañana moriste y yo, de tu cadáver en adelante, acaparé todas las miradas.