II

La luna estaba servida cuando esa noche quise matarte. Estabas revestido de lujuria y yo paseaba en bicicleta alrededor de una Iglesia que no cumplió protegerme como prometía en sus escritos. Te supe ver mientras olías la inocencia que se me despegaba de los pedaleos. No tenías un solo diente en la fila de adelante, estabas sudado, sucio… y me tocaste.

Eran las nueve y media de esa noche cuando imaginé tu muerte. Te tomaba del cuello y te golpeaba la encía contra los adoquines de la calle. Te sangraba la boca y te colgaban pedazos de carne desarmada por las comisuras. Seguías luchando por liberarte, pero no lograbas hacerlo por mucho que pataleabas. Con el mango de la bicicleta te agujereaba la entrepierna, te aplastaba los testículos, los desenfundaba de sus bolsas y vos aullabas del dolor. “Mis bolas pendeja, mis bolas”, aullabas. Y a mí no me importaba. Me reía a carcajadas.

Prácticamente vencido, imploraste perdón. Yo ahora te tomaba del pelo, estabas de rodillas. La boca te seguía sangrando y con ambas manos te tomabas lo que quedaba de tu masculinidad. Imposible perdonarte. Me tocaste. Entonces me saqué el cinturón, hice que abrazara tu cuello y pude ver de a poco cómo la lujuria se te escurría de los ojos, el aire se escapaba de tu cuerpo y te invadía un color azul frío.

Eran casi las siete cuando en mi mente moriste y yo seguí paseando en bicicleta. Esta vez, sin interrupciones.